domingo, 31 de marzo de 2013

La pasión del Cristo

Mt 11:25
Yo también me tiraría a llorar si no fuera por respeto a la convivencia, le dije al Cristo cuando pataleaba en medio de la sala para evitar la aprehensión de aquellos romanos que lo sometían y lo hacían probar de vuelta las cáscaras de su propio vómito. Esos restos que se habían acrisolado entre las fibras de la alfombra, mas conservaban el resabio de la hiel. No mames, haz algo, escuché que el Cristo murmuraba con ese tono oprimido por la bota del captor, no me niegues. Sonreí, porque aunque él ignoraba la trascendencia de estos hechos, este mitote era por su bien.

Al menos así le pareció cuando a las tres de la mañana rabiaba que su vida era un desastre, que no había cumplido siquiera los sueños que no tenía, que su madre había enfermado debido a sus constantes escándalos por alcohol, drogas, peleas, esa mujer bondadosa y de paso torpe que salía a abrirnos cuando llegábamos a su casa, ahogados de espíritu y fe, porque, eso sí, si el Cristo ganaba en inspiración cuando bebía, cuando fumaba era sublime y nos convencía a todos de seguir empedándonos. Padrino, padrino, me reclamaba cuando asumía que yo andaba menos borracho, ¿por qué me has abandonado?

Hacía un año, mientras honrábamos una garrafa de pulque en una ladera del Ajusco, se había visto que el Cristo era inflamado por una necesidad de hablar, y lo escuché larga pero intermitentemente. La flama de mi propia pituitaria también encandecía, pues había fumado y bebido tanto o más que nuestro señor, así que me distraje varias veces; aunque luego regresara a confundirme entre su sinsentido, debo admitir que de pronto comprendí algo. En esas santas horas, según lo escrito, nacía el cristianismo mariguano. Bienaventurados, proclamaba, quienes corren la bacha a la derecha, porque de ellos será el reino de la que viene por la izquierda. Etcétera. De bajada se nos trepó el payaso, como era de esperarse según el orden de ideas, de modo que con las carcajadas encabritamos a los perros del rumbo. Apenas nos abrimos paso entre las fieras hasta un corral ayudándonos con la garrafa vacía para que, montados en una mula, muertos de risa, entráramos luego al barrio con la garrafa llena de nuevo como por milagro, en el momento que una peregrinación a la capilla de por ahí entorpecía el tránsito con sus palmas en alto y sus feligreses nos vituperaban por atravesarnos, mientras nosotros les mentábamos la madre por puro reflejo, al tiempo que azuzábamos al animal.

Éramos dos, pero teníamos la fortaleza de una docena. Con sus días y sus noches, en el Desierto de los Leones nos impusimos en cuarentena la tentación última de quemarle las patas al Diablo. La víspera, el Cristo había echado a los fariseos del templo. Unos pendejos que habían resuelto utilizar nuestro callejón como atajo hacia los campos de futbol. El Cristo, a quien para entonces ya la barba de chivo le formaba una suerte de espiral en el cabo, mientras el cabello se le enredaba de no bañarse, se les puso enfrente y les ordenó que volvieran por donde chingados habían venido. El más decidido respondió que no, que iban a los campos, que quién era el valiente. Ya sabían de la fama del Cristo en los alrededores, le buscaban camorra sólo para probar que no porque les hubiera partido la madre a unos judiciales podía dárselas de rey. Ni bien se había callado el intruso cuando un zurdazo le marcaba la boca, fulminante. El otro no alcanzó a evitar que el Cristo sacara su cinturón de un tiro y le propinara algunos azotes con la hebilla. El del suelo, por supuesto, no despertaba; de quien supimos que se llamaba Lázaro, por su amigo que le pedía auxilio mientras metía las manos para defenderse del cinturón. Los vecinos comenzaban a asomarse. El Cristo vio que, en efecto, el tipo estaba como muerto, pero la indignación lo hizo patearlo. Levántate, Lázaro, le espetaba. Llamaron a la policía.

Dispusimos apartarnos por un tiempo a una casa vacía en el Desierto, una especie de cabaña que habían olvidado unos millonarios donde escondíamos la mirra, el incienso y el oro, además de unas caguamas. Como siempre, el Cristo vomitó en la alfombra pasadas las dos. Poco después empezó a quejarse y recordó que ya tenía 33 años, que su vida era un desastre, dijo que a la cárcel, mejor prefería la granja. Así me acordé del primo del Cristo que había vuelto del Gabacho, John se llamaba ahora, pero le habíamos apodado el Bautista, porque era de la religión, quien había intentado persuadirme de llamar a los de una clínica de rehabilitación cuando el Cristo me lo pidiera, me daba treinta varos para el teléfono, le dije que sí nomás, pero heme ahí, si no lo veo, no lo creo, el Bautista ya lo veía venir, seguro, de suerte que les llamé a los de una clínica en la Roma, de acuerdo con el folleto que me había dado.

Pronto se supo que la clínica era clandestina y que lo único cierto era que allá adentro los bañaban cada mañana con el agua fría de la manguera, para luego sentarlos a oírse unos a otros en un ronda infinita de flagelaciones. Al Cristo le tocó la suya, una vez que aceptó su sino y contó todo lo que sabía delante de aquella turba enardecida que al poco rato pedía que lo crucificaran, un ejercicio terapéutico que consistía en que al paciente lo ataran en estrella y luego uno por uno le pateara los güevos hasta muy entrada la tarde, especialmente si era de reciente ingreso. Yo lo di por muerto.

A los tres años coincidimos en un vagón del metro, ya no tenía el cabello largo y estaba afeitado de la cara, traía la camisa por dentro, se había aprendido de memoria pasajes de la Biblia y los recitaba a los pasajeros. Tal vez no me reconocería, pero decidí hablarle, él me vio desde lejos, caminó hacia donde estaba. Resucitado, le dije. Me miró con infinita sabiduría el bendito, te perdono, pinche Judas, me contestó, vete y no peques más. Se dio la media vuelta, me dejó ahí, cruzó al siguiente vagón, donde continuaba recitando versículos, a la hora en que yo me quedaba con un único pero hondo pensamiento, ¿por qué carajo no fui a la universidad?

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