lunes, 14 de enero de 2013

Novela infinita

Para Ch. B. 
Nunca había escrito una sola línea, pero las había leído todas (mejor dicho: las más importantes de la literatura). Tampoco había asistido a ningún curso o academia que lucrara con el nombre ni se había ganado el pan de su boca adulando a las palabras; más aún, había leído teoría de la crítica de madrugada para no despertar a nadie (aquí sobra la sonrisa). Es decir, tenía el legítimo derecho, sobre todo porque siempre había abdicado a él.

Se propuso escribir una novela (por llamarle de algún modo) que involucrara en un solo cuerpo ficción y vida (los términos se burlan de mí, disculpen, pero sigo), un texto infinito (ustedes, sin embargo, entienden) que fragmentariamente diera cuenta de la incomprensibilidad del mundo, de la Nada que se resiste incluso a ser sugerida, mas con una discreción absoluta que comprobaba un argumento llano (yo lo entendí, después de todo) en el que cada elemento caía en las redes de la legibilidad de aquella trama rigurosa .

Eligió para tal fin los frutos de la tecnología, superando las imposiciones de la imprecisión impresa, inmerso de una vez en los cambios vertiginosos de la época de la que era un mero (pero apagado) reflejo. (No vale la pena mencionar aquí las marcas de las compañías virtuales que pasteurizan la humanidad en virtud de cierta intolerancia alérgica) En cada ocasión publicó sentencias breves que, regadas por ahí, rayaban en el aforismo (o en el haikú, ya se sabe, dada la cuenta misericordiosa de los caracteres). Por entregas, durante esos años, la novela se expresó también a través de fotografías, de música, de citas de libros, de frases que otros habían fraseado, decenas de escenas de películas (múltiples los recursos que el medio prodigaba), estados de la materia que fueron replicados de un muro a otro, de una cuenta a otra, según la lógica, ad nauseam; al punto de que el primer emisor se perdía por completo (lo que, por supuesto, cobraba sentido de acuerdo a los avances en esta disciplina) y la novela misma no se advertía siquiera.

— ¿Recuerdan ustedes el final?, pregunté al fantasmagórico auditorio, cuyo sosiego anticipaba para mis adentros que la novela había sido un éxito.

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