domingo, 14 de noviembre de 2010

Cortinas de negrura



Un dibujo en cemento sobre el llano. Rectángulo, círculos, líneas rectas y curvas. En un costado, una banca de concreto sostiene una figura con cabello largo y brazos delgados como ramas de almendra. ¿Dos luces? Alumbran a una mujer que brota de las sombras o de la imaginación de las sombras. La mujer se detiene en medio del dibujo. La figura de cabello largo alza la cara, la encuentra buscando su rostro, sus ojos diminutos cual puntos y aparte.


No me creas. A veces en las noches me pregunto cómo es que llegué hasta aquí y río y doy gracias a Dios y a La Chiva. Veo a mis niñas y sé que por ellas haría cualquier cosa, no me importa. Ojalá que ellas se salven, a mí ya me cargó la chingada. Trabajo, saco dinero, las llevo a la escuela, les preparo su desayuno, les compro sus cuadernos. No, a mis niñas que no me las toquen, prefiero llevarme yo la joda. Hasta de puta he andado, pero ya no jalo. 

La pendiente parece inagotable, hemos pasado algunos puentes y una descripción asustada que dice que al fondo de un vallecito hay una plaza llena de cholos, de tambos llameantes con sus grupos de cholos y sus fuscas, con la leyenda “nadie sale vivo de aquí”. La joven encuentra a su lado a otra, recuerda que la acompaña para que le vendan marihuana en una de las tiendas que ella conoce. No sabe quién es, le dice, pero le tiene confianza, por eso le platica. 

El otro era un cabrón. Me ponía mis madrizas casi diario. Acababa yo con los ojos bien hinchados y después de un rato ya mejor ni lloraba; no sólo porque a él le molestara, sino porque como que se me habían terminado las ganas para siempre. Desde entonces, cuando algo me pasa, me quedo mirando al pinche vacío, ahí dejo todo lo que pienso y es como si no fuera mío, como si nunca lo hubiera pensado, ¿verdad? 

Entre los arbolitos hay una banca que da a la pared donde están grafiteados unos gatos de distintos colores, pero donde gobierna uno negro, sin ojos y del que uno siente que no le pierde de vista. Allí la ha dejado, pensando que la espere hasta que regrese, porque en la tienda no la recibirían, le preguntarían quién es y tal vez no se contentarían con ninguna respuesta. Le ha dejado una clave, diles que vienes con. 

El de ahora es muy bueno, casi no me pega y quiere a mis niñas, compartimos los gastos y me defiende de los culeros, de los tiras o de las otras viejas. Entre los dos sacamos el negocio, a veces bolea él, a veces yo. Nos estamos afuera de la cantina donde te vi y vieras que diario sacamos algo para la casa. Pero como las putas a mí ya me conocen dicen que les ando apestando la calle y me quieren sacar de ahí, a chingar a mi madre, me dicen. Pero yo ya no, nada más una vez que él me dio permiso y fue nada más una mamadita. 

La madrugada tiende sus cortinas de negrura sin que alcance a verse entre las calles. Sólo el sonido de las aguas de los arroyos, algún chillido de bicicleta o una grabadora a lo lejos con música de acordeones resuenan en medio del silencio que parece un toque de queda para las conversaciones, los pasos demasiado firmes, las toses. Acaso el viento sopla sobre el caserío de vez en cuando como para advertir que es muy tarde o que todavía en el planeta hay otras fuerzas, que les llaman naturales. Desde ahí, desde la banca en el diminuto parque que más bien es un refugio con halitosis de lobo, el murmullo del arroyo es la única melodía acompasada y oscura que esconde la verdadera vida, la que se arrastra entre las latas, los plásticos, el desperdicio de sus aguas, como un cadáver desperdigado de animal desconocido. Si alguien viene, le dices que vienes conmigo; si alguien viene. 

Tengo veinticinco. Hace quince que llegué aquí, ahora todos me conocen, pero yo era de un pueblo que no está muy cerca de Chihuahua; de allá era, tenía hermanos y a mi mamá; un día me dijeron que uno de ellos me andaba buscando, pero yo no lo pude ver, creo que se fue para El Otro Lado. Mi viejo me decía además que para qué, que me olvidara, no tenía caso; creo que tenía razón, yo ya valí madre. 

La joven vuelve después de una hora. Mira hacia la banca y ahí encuentra a la otra, la del cabello largo, se acerca. Ya está, mira, aquí está tu mota. La del cabello largo extiende una mano y se guarda el envoltorio, después saca unas monedas, por el favor, le dice. 

Sobre el dibujo, las dos siluetas acaban enfrentándose, es la primera vez que se miran cara a cara, como dos hombres. Una de ellas le da un paquete a la otra, un sobre gordo y amarillo con un hilo rojo atado a un cartoncillo circular; han de ser papeles. 

Te lo juro, trabajo un chingo para juntar para mi pase, cada quien trabaja un chingo para juntar para su pase, ni él me da ni yo le doy. Cuando mis niñas se duermen o cuando me las cuida mi vecina, los dos nos tiramos de una vez al suelo; eso sí, también cada quien su jeringa. ¿Por qué te cuento todo esto? No sé, me diste confianza. 

Sin cruzar más palabra, ambas giran y emprenden la retirada. Una de ellas, antes de volver de nuevo a la penumbra, todavía en el umbral de espaldas a la luz del alumbrado público, se disipa, sin que la otra lo advierta. 

La joven mira sobre su hombro izquierdo, voltea, ya no ve a su acompañante, se habrá ido, halla unas monedas en la mano izquierda, tres, grandes y un poco anchas. Después siente un bultito entre sus ropas, lo aprieta en un puño, ha de ser un guato de mota.

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