martes, 24 de mayo de 2011

El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo

El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo come su sopa fría en el desayunador como siempre. La cocina es un espacio blanco y limpio en extremo, de manera que no hay por qué ir a la mesa principal, arreglar los cubiertos, las servilletas, el florero, el mantel, para ingerir los alimentos. Los azulejos blancos de la cocina brillan con una luz incolora que se cuela por las rendijas superiores de la ventana y los deja como recién bruñidos. Las alacenas están recubiertas de una laca transparente que permite emerger el color blanco del fondo como en ciertos estanques calcáreos, lo mismo sucede a la única puerta con su ojo de Cíclope avizor. Los platos también son blancos y también los tenedores, los sartenes, los grifos, en fin.

Allá en la sala, por el contrario, abundan las decoraciones, la madera, las alfombras, una especie de Venus de Milo que en lugar de estimular la digestión, provoca erecciones inesperadas a medio propósito, quizá por su tamaño natural y su aspecto escandinavo, a lo mejor por el silicón carísimo de sus pezones, a saber.

Por ello, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo prefiere evitar las distracciones del resto de la casa, incluso el confort de la mesa de sol junto a la piscina, rodeada de duendes de terracota y mangueras para el riego, e instalarse muy temprano, antes del escándalo de las seis de la mañana con sus aves y sus trabajadores, con sus esposas y sus hijos, con sus jefes en algo y sus constituciones políticas, en la barra nívea de la cocina para comer, así fuera la cosa más insípida del mundo, su sopa fría.

No es que el tal desayunador deje de parecer una mesa de disecciones de hospital ni que los muros no reproduzcan incesantemente su color como en una sala de espejos autistas. Sin embargo, para su manera de ver la vida, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo considera que no hay nada allá afuera que de algún modo no se encuentre ya presente en alguna de las letras de la palabra asepsia impregnada en cada elemento de la cocina.

Además, nadie cocina ahí desde hace mucho tiempo. Entonces, vino una fuerza femenina y guisó todo lo habido y por haber de cada rincón; buscó en las alacenas, en el refrigerador, en ciertos depósitos casi secretos; utilizó agua, químicos, sales, tejidos; encendió la estufa, calentó el horno, azuzó las parrillas; de modo que durante siete días aquel sitio semejó la cueva de un alquimista hereje a quien no le habían hecho justicia.

De todo lo preparado aquella vez sólo resta el infinito tazón de sopa fría. Al Padre, el Hijo y el Espíritu Santo no le ha preocupado preguntarse por qué siempre la dichosa sopa está sobre la barra o cerca del fregadero o junto a la ventana opaca, sólo baja las escaleras directo al desayunador y se sirve un plato hondo rebosante de sopa, aunque esté fría.

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