miércoles, 28 de noviembre de 2012

El Museo de los Sabores

Nunca se inauguró, más bien su escueta fama se debió a la prensa y a que la reacción entre los lectores fue de fastidio cuando no de incredulidad. No los culpo.

Un acaudalado hombre de negocios, cuyo humilde origen geográfico no había vuelto a tener noticias de él, sino por la breve mención de su nombre en el primer párrafo del boletín, había sido el benefactor de tal iniciativa, quizá por su propia nostalgia de lo que jamás probaría otra vez, inmerso ya en banquetes de caviar y vinos caros. (Una de las láminas más abundantes incluidas en el catálogo era el sabor exacto de un guisado que su abuela nonagenaria solía cocinar algunas veces al año, durante los primeros cinco del hombre que fueron los últimos de la anciana.)

Acaso una nostalgia semejante impulsó a los gastrónomos, ingenieros, curadores, en fin, especialistas que comprendían, ante la inminente pérdida de una infinidad de sabores alrededor del mundo, que se volvía apremiante iniciar un registro exhaustivo de los que estaban a punto de olvidarse. Ignoro los mecanismos, las amalgamas, el código hermético con que llevaron a efecto su plan, pues mi educación me tiene impedido, y lo lamento; en todo caso, supongo, la indulgencia financiera permitió que una empresa así rebasara incluso sus propias expectativas. Aunque parezca absurdo, la comunidad internacional respondió de forma positiva y durante meses repicaron llamadas que desde distintos países avisaban de la pronta entrega de cartas con trozos de papel embadurnados de coloridas mezclas, a veces el zumo de una fruta, otras la justa unción que el dorso de una cuchara podía suministrar; paquetes celosamente sellados en cuyo interior esperaban cortes de algún ave, de algún mamífero, reptiles, polvos, insólitas piezas de una variedad agobiante de plantas. Devino necesario, sin embargo, arreglar ciertas exigencias en cuanto al embalaje. De modo que se reinició sin demora la recepción, esta vez, de una suerte de refrigeradores reciclables, derivados de una inventiva que sacaba provecho del cartón, el hielo seco y el hidrógeno, que contenían muestras suficientes de platillos, guisos, mejunjes, para enriquecer la creciente sapere-theca, como los expertos le dieron en llamar.

La clasificación permaneció hasta el último momento en calidad de work in progress, pero en ella avanzaron lo suficiente para anunciar la apertura al público. Al principio, aplicaron un método que dividía los sabores en cinco grupos: ácidos, amargos, acres, etcétera. Advirtieron también que la cronología generaba variables que juzgaron pertinentes: siglo veinte, 1970, febrero, las tres de la tarde. La procedencia: el Everest, Panamá, Frankfurt. El nombre: Rosa de Castilla, Durián. Luego incluyeron, por supuesto, colores, aromas, consistencias, hasta que optaron por tomar en cuenta tantas claves como fueran requeridas en beneficio de los usuarios. Al punto que, si uno decía “amarillo”, “alto” y “miércoles”, en la lista aparecían desde flores de acantilado que habían sido cortadas a media semana hasta inmisericordes cenas cuyo goce fundamental era una fina laja de jirafa en el día de entrada libre al zoológico.

No muy tarde surgieron de los laboratorios diminutas pruebas de un denodado esfuerzo, destellos destinados al paladar en la figura de casi transparentes triángulos cero calorías que se disponían en la lengua y al contacto desprendían ríos francamente fugaces.

Quizás hubo que reconsiderar determinados resultados. Aquel faisán en salsa de espárragos por momentos daba un gusto a naranja que no debía. O en la sopa de guías silvestres había perdurado, además del sabor, la sensación en la boca del cabello que a la cocinera se le había caído. O la repetición que había movido a equívocos, pues no faltó el capturista que había descalificado entero un lote de láminas por saber todas a limón. Después de todo, consiguieron sortear las dificultades.

Persiste la sospecha, no obstante, de que ciertos trabajadores en secreto ingresaron al sistema decenas de sabores que, debido a la incertidumbre de su descripción, habían sido enviados a la congeladora a esperar mejores tiempos. Por ejemplo, la tisana de manzanilla que llegó de parte de aquel médico de Colombia y que de hecho sabía a ventana. Sabores a los que ellos eran afectos, inclusive, y que habían infiltrado de manera clandestina. Alguno, el mero sudor de su mujer, la tierra de su patio, no sin el amparo brutal de que en numerosas cartas la gente había depositado hojas en blanco presumiblemente llenas de besos.

Pronto los ingenieros sacaron en claro que dado que había sabores de ingredientes básicos, sal, azúcar, etcétera, las combinaciones eran con toda certeza posibles. De forma que prepararse un licuado de mamey por la noche en un rancho era lógico durante un receso en los turnos del laboratorio a pleno día. Por lo demás, habían arribado colecciones inauditas de especias guardadas en viejas alacenas o en el fondo de baúles centenarios, que con la participación de los especialistas presentaban la posibilidad de recobrar sus sabores y volver a la superficie como botellas de champaña que se habían hundido con sus barcos.

De ese modo resucitaron el guisado de la abuela del hombre acaudalado. Cuando se lo dieron a probar a guisa de reconocimiento por su tesón, le vino un hueso de tristeza a la garganta que apenas le alcanzó la voz para dar las gracias. Le preguntaron si el sabor del hueso era el adecuado, a lo que contestó limpiándose la nariz, con la menguada elegancia que aún le restaba, que para ser honestos estaba un poco amargo. Minutos más tarde, los ingenieros salieron del laboratorio con un lote de láminas especiales para el hombre de negocios, aderezadas con una capa de miel de abeja.

A raíz de este acontecimiento, el benefactor tomó por costumbre acudir durante las horas muertas a catar sabores. No dilató en desarrollar el gusto por unos pequeños tallos que crecían junto a los ríos en Portugal, ni tampoco dejó de lado la suavidad de la seda de Xi'an, pues un desconocido había asegurado que producía un sabor, siempre que se contara con la desidia de morderla. Sin embargo, lo que en verdad lo atrapó como a una mosca fue la diligencia con que el archivo colmaba su imaginación. De suerte que se dedicó a cruzar palabras: árbol, sombrero, calamares, y poco a poco averiguó que a su voz respondían las inferencias más peregrinas. Así, una madrugada se topó con el sabor de la pata de una mesa mientras alguien se enteraba de las noticias en Cuba en el 59; con el gusto lardoso a trago de orines que deja en los dientes, a la vuelta de una esquina en Ámsterdam, el año pasado; con el sabor añejo de mujeres que no han amado, confundidas. Reconoció el sabor del triunfo, pero escupió cuando probó el resabio de un fracasado. Nadie lo escuchaba reír, mas reía.

En medio de su indagatoria, el millonario añadió nombres y le fueron devueltas partes del cuerpo. En esas circunstancias, conoció a Fátima, a Mercedes y a unas monjas que compartían lencería. Es decir, no bastaba con preguntar saliva, sino de quién. Hasta que dio con un sabor que nadie supo. Los últimos empleados cuentan que desde que Dios amanecía se encerraba en la sala de degustaciones a delirar retahílas de etiquetas y hubo quien juró que todas referían a un supuesto campo semántico que acabaría por dibujar la idea. Parecía que él se empeñaba en agotar los sabores de algo o en sacarles la vuelta.

De su oficina salió un ultimátum previsible que anunciaba que la Torre de Babel se había elevado demasiado, que hacía falta oxígeno. Pese a que nadie coligió exactamente cuál era el punto que trataba de probar con esa analogía estrafalaria, cualquiera comprendía que la misión estaba por abortarse. A su oficina replicaron sin éxito docenas de memoranda, buscaban azuzar la compulsiva llama de la obsesión que al principio tanto inflamó al acaudalado hombre de negocios. Insistieron; pero, ante el silencio, los investigadores optaron mejor por suspender las recepciones y laborar a marchas forzadas. Un día antes de la inauguración, las bodegas terminaron vacías; con todo, la clasificación había quedado como una suerte de estafeta para generaciones venideras.

Sólo despistados e insubstanciales acudieron a la ceremonia de apertura, pero notaron que la dirección los había conducido a unos campos de cultivo a las afueras de la ciudad. Después no se supo más, ni del millonario ni de los investigadores, de nadie. Si bien circuló unos meses el rumor chabacano de que uno de los saboristas encontraba deliciosas, lamiéndolas palmo a palmo, las paredes de un remoto hospital psiquiátrico. No cabía duda, el sinsabor cobraba caro su exclusión del Museo de los Sabores.

Una que otra vez, a las señas postales aquellas aún se dirige todavía una carta, un paquete, conteniendo mezclas que generalmente sucumben en el paladar distraído del cartero. De cuando en cuando también, algunos jóvenes consiguen colarse a las salas oscuras del Museo y se sabe que profieren términos escandalosos hasta que acaban derrotados en el suelo y tienen que ser sacados a rastras, con aquellas sonrisas estúpidas en sus labios lustrosos de residuos.

Mientras en el mundo, esa concavidad a ciegas donde la insipidez amenaza con deglutirme, cada hora hay cuatro o cinco sabores que se pierden.

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