domingo, 17 de agosto de 2014

Un fuego orondo

Ez 1:1
—Hemos padecido. Nuestros rostros y extremidades han sido desdibujados, atribuyeron nuestro origen a planetas de atmósferas deleznables, nos asignaron ojos de almendra negra. Los peores tabloides han difundido erráticos nuestro signo. Se ha hecho burla de nosotros y el ridículo apenas es palabra que describa nuestra suerte. Ustedes, que los vimos germinar sobre la Tierra y velamos su sueño –un sueño que ha ido demasiado lejos–, maquinaron las calumnias que nos reducen a caricatura para una industria de la distracción. Fingieron avistamientos, contactos, abducciones, en fin, prácticas ajenas punto por punto a cualquiera de nuestros propósitos, que no son muchos. Sin embargo, esperamos serenos debajo de las junglas, al fondo de los mares, en las cimas más inhóspitas de las montañas, regados entre ustedes, decididos por el aislamiento o por la mofa, el instante oportuno para verter un mensaje que para ser francos no tiene caso llamar nuestro.

Escuchaba al tipo enfundado en aquella bata percudida por el cloro, pero no podía reírme, un malestar abdominal me sujetaba a la fría superficie de una especie de mesa de cirugías. Recién recobrado el juicio, me venían a la memoria episodios anteriores –una cantina, calles, la banqueta húmeda–, aunque la presencia de aquella pálida pero extravagante congregación a mi alrededor me devolvía a una situación más bien pueril si no fuera porque mi cuerpo temblaba a merced de unos espasmos procedentes de mi nuca. Había perdido los lentes, de modo que no distinguí a cabalidad las facciones de mis raptores; no obstante, para fortuna o desgracia, entreví que se trataba de unos ilógicos con pistolas de fayuca fosforescentes; una secta, si bien les iba, que buscando revuelo desde luego se había propuesto secuestrar a un periodista la noche anterior. Me habían golpeado, me tenían humillado, me habían retenido. Vivíamos en tiempos que mancillar a la prensa era moneda corriente, después de todo.

—Yo puedo comunicar el mensaje, seré fiel –creo que dije, abriéndome paso entre aquel sopor con palabras que brotaban no sé si de la voluntad de escarnio, pero me aseguraba que de mi boca. Supuse que sí, porque los ojos del líder, o debiera decir ranuras, se abrieron por un breve lapso que me permitió reconocer las pupilas dilatadas y las lagrimales secas. Los otros, envueltos en sendas batas no menos raídas ni amarillentas que la del primero, oscilaban sus testas en una coreografía que consiguió exasperarme, con lo cual otorgué casi nulo interés al hecho de que portaban un género de cascos manufacturados con material de reciclaje; tal apariencia, antes que motivar una sonrisa, subía mi rabia a la estratósfera. Traté de cubrirme los ojos con las manos, pues una lámpara de múltiples focos de halógeno me cegaba, pero fue imposible, ni uno sólo de mis músculos obedecía.  La cámara que nos alojaba, y consiento en llamarla cámara si bien tenía el aspecto de un otrora taller de carpintería –por sus travesaños con poleas e instrumentos de martirio vegetal–, había sido rehabilitada para la ocasión, empastando sus paredes con numerosas capas de cal que lo convertían en un digno consultorio holístico, dados los eneagramas, pentagramas y mandalas que tapizaban hasta el techo y me inducían a la náusea desde mi bajo vientre. Distinguí, por si fuera poco, el cartel del óvalo metálico sobre coníferas difusas.

No sabía decir si la cámara pertenecía a una nave mayor suspendida en una cumbre, pero la ausencia de ventanas había hecho estragos en mi frágil humanidad y el mareo que antes había sido continuo ahora era una espiral que lo mismo decrecía que revertía su vaivén, lo que me dio la impresión de que la supuesta cámara en que nos hallábamos giraba siempre en el sentido inverso a mi sobriedad. Vomité.

—Las admoniciones en nuestro nombre fueron dictadas por la conveniencia en turno. La invasión de sus naciones o la paz entre ellas, la inminencia de catástrofes o la transmisión de ciencias duras, la confederación intergaláctica o los pactos a puerta cerrada. No podían prever que ninguna mezquindad nos motiva: sin falta se desplomaron sus fraudes. Lo hemos visto todo, medios hermanos. Ocupamos nuestra longevidad para indagar el misterio. Era cuestión de tiempo. De algún modo incierto, nosotros no somos sino ustedes mismos, años más tarde. Fuimos raudos al final y asimismo rebobinamos al principio. Invertimos enteros los recursos. Acopiamos dóciles los arduos favores de la tecnología, en nuestros laboratorios no hubo lugar a la molicie. Si en algún momento prestamos interés a la ambición, si por instantes nos envilecimos en la sed de conocimiento, miren que ha dado resultado, los afanes no cobran ya a nuestros ojos la menor relevancia. Lo hemos visto todo: no hay misterio. ¿Dios? –titubeó, sus ojos parpadearon turbados, rechinaban sus dientes– En pocas palabras, no existe.

“Éste es el mensaje”, alcancé a escuchar y esta vez sí me reí, aunque no sé si me escucharan, mientras a rastras me conducían a la salida por un laberinto del que de haber querido escapar sólo me habría internado más en aquellas salas. Cuando por fin pisé la tierra tras el último de los escalones, un ímpetu de ponerme a salvo me impulsó colina abajo, no sin antes capturar el sitio donde me habían retenido aquellos desequilibrados, una galera de cuyas ventanas surgía luz de focos ahorradores, en efecto, al borde  de una peña. La ciudad resplandecía al fondo, hundida en un valle de fragor dormido a esas horas de la madrugada. Corrí como pude entre las piedras; cuando arribé a una carretera a las afueras de la urbe, caí sin fuerzas sobre el pavimento. En mi mente todavía se reproducía una música aberrante que acaso proviniera de mi estancia recluido, las armonías aquellas se debatían entre tintineos de una clave morse de las esferas. Al ritmo de I want to believe, no supe más de mí.

—Lo recogieron unos peregrinos que iban a la Basílica –me informó el agente que se había encargado de pedirme las señas de mis secuestradores–, estaba usted voladísimo, murmuraba incoherencias, los médicos encontraron alcohol y chingadera en su sangre, no vamos a proceder, descuide, también un implante incrustado en su cuello, creemos que para localizarlo de nuevo cuando quisieran, así se las gastan –le dio un golpe al cigarro, luego siguió–. Los agarramos todavía en el cerro, no abandonaron la casa, estaban dormidos, habían consumido demasiado, se me hace que ni cuenta se dieron; les confiscamos armas, chochos y media tonelada de mota. Ya tenía algún rato que los buscábamos por tráfico, secuestro, crimen organizado. A usted lo retuvieron dos días. Hablamos con el director del periódico. Tal vez fuera una venganza por ciertas publicaciones, ya sabe, aunque a lo mejor lo confundieron, ¿trabaja en la sección cultural o de crucigramas? –hizo una pausa, expulsó el humo– Neófitos, después de todo.


El periódico para el que laboro informó esta mañana que, a los veintiún días de estar en una cárcel de máxima seguridad, los perpetradores de mi secuestro se han fugado después del pase de lista de las 3:30 am. Nadie los vio salir, según. “Ordenan arraigo domiciliario a las autoridades del penal por presunta corrupción en este caso.”