Ez 1:1
—Hemos padecido. Nuestros rostros y
extremidades han sido desdibujados, atribuyeron nuestro origen a planetas de atmósferas
deleznables, nos asignaron ojos de almendra negra. Los peores tabloides han difundido
erráticos nuestro signo. Se ha hecho burla de nosotros y el ridículo apenas es
palabra que describa nuestra suerte. Ustedes, que los vimos germinar sobre la
Tierra y velamos su sueño –un sueño que ha ido demasiado lejos–, maquinaron las
calumnias que nos reducen a caricatura para una industria de la distracción.
Fingieron avistamientos, contactos, abducciones, en fin, prácticas ajenas punto
por punto a cualquiera de nuestros propósitos, que no son muchos. Sin embargo,
esperamos serenos debajo de las junglas, al fondo de los mares, en las cimas
más inhóspitas de las montañas, regados entre ustedes, decididos por el
aislamiento o por la mofa, el instante oportuno para verter un mensaje que para
ser francos no tiene caso llamar nuestro.
Escuchaba al tipo enfundado en aquella bata
percudida por el cloro, pero no podía reírme, un malestar abdominal me sujetaba
a la fría superficie de una especie de mesa de cirugías. Recién recobrado el
juicio, me venían a la memoria episodios anteriores –una cantina, calles, la
banqueta húmeda–, aunque la presencia de aquella pálida pero extravagante congregación
a mi alrededor me devolvía a una situación más bien pueril si no fuera porque
mi cuerpo temblaba a merced de unos espasmos procedentes de mi nuca. Había
perdido los lentes, de modo que no distinguí a cabalidad las facciones de mis
raptores; no obstante, para fortuna o desgracia, entreví que se trataba de unos
ilógicos con pistolas de fayuca fosforescentes; una secta, si bien les iba, que
buscando revuelo desde luego se había propuesto secuestrar a un periodista la
noche anterior. Me habían golpeado, me tenían humillado, me habían retenido.
Vivíamos en tiempos que mancillar a la prensa era moneda corriente, después de
todo.
—Yo puedo comunicar el mensaje, seré fiel –creo
que dije, abriéndome paso entre aquel sopor con palabras que brotaban no sé si
de la voluntad de escarnio, pero me aseguraba que de mi boca. Supuse que sí,
porque los ojos del líder, o debiera decir ranuras, se abrieron por un breve
lapso que me permitió reconocer las pupilas dilatadas y las lagrimales secas.
Los otros, envueltos en sendas batas no menos raídas ni amarillentas que la del primero, oscilaban sus testas en una coreografía que consiguió exasperarme,
con lo cual otorgué casi nulo interés al hecho de que portaban un género de
cascos manufacturados con material de reciclaje; tal apariencia, antes que
motivar una sonrisa, subía mi rabia a la estratósfera. Traté de cubrirme los ojos
con las manos, pues una lámpara de múltiples focos de halógeno me cegaba, pero
fue imposible, ni uno sólo de mis músculos obedecía. La cámara que nos alojaba, y consiento en
llamarla cámara si bien tenía el aspecto de un otrora taller de carpintería –por
sus travesaños con poleas e instrumentos de martirio vegetal–, había sido rehabilitada
para la ocasión, empastando sus paredes con numerosas capas de cal que lo
convertían en un digno consultorio holístico, dados los eneagramas, pentagramas
y mandalas que tapizaban hasta el techo y me inducían a la náusea desde mi bajo
vientre. Distinguí, por si fuera poco, el cartel del óvalo metálico sobre
coníferas difusas.
No sabía decir si la cámara pertenecía a
una nave mayor suspendida en una cumbre, pero la ausencia de ventanas había
hecho estragos en mi frágil humanidad y el mareo que antes había sido continuo
ahora era una espiral que lo mismo decrecía que revertía su vaivén, lo que me
dio la impresión de que la supuesta cámara en que nos hallábamos giraba
siempre en el sentido inverso a mi sobriedad. Vomité.
—Las admoniciones en nuestro nombre fueron
dictadas por la conveniencia en turno. La invasión de sus naciones o la paz
entre ellas, la inminencia de catástrofes o la transmisión de ciencias duras,
la confederación intergaláctica o los pactos a puerta cerrada. No podían prever
que ninguna mezquindad nos motiva: sin falta se desplomaron sus fraudes. Lo
hemos visto todo, medios hermanos. Ocupamos nuestra longevidad para indagar el
misterio. Era cuestión de tiempo. De algún modo incierto, nosotros no somos
sino ustedes mismos, años más tarde. Fuimos raudos al final y asimismo rebobinamos
al principio. Invertimos enteros los recursos. Acopiamos dóciles los arduos favores
de la tecnología, en nuestros laboratorios no hubo lugar a la molicie. Si en
algún momento prestamos interés a la ambición, si por instantes nos envilecimos
en la sed de conocimiento, miren que ha dado resultado, los afanes no cobran ya
a nuestros ojos la menor relevancia. Lo hemos visto todo: no hay misterio.
¿Dios? –titubeó, sus ojos parpadearon turbados, rechinaban sus dientes– En
pocas palabras, no existe.
“Éste es el mensaje”, alcancé a escuchar y
esta vez sí me reí, aunque no sé si me escucharan, mientras a rastras me
conducían a la salida por un laberinto del que de haber querido escapar sólo me
habría internado más en aquellas salas. Cuando por fin pisé la tierra tras el
último de los escalones, un ímpetu de ponerme a salvo me impulsó colina abajo,
no sin antes capturar el sitio donde me habían retenido aquellos
desequilibrados, una galera de cuyas ventanas surgía luz de focos ahorradores,
en efecto, al borde de una peña. La
ciudad resplandecía al fondo, hundida en un valle de fragor dormido a esas
horas de la madrugada. Corrí como pude entre las piedras; cuando arribé a una
carretera a las afueras de la urbe, caí sin fuerzas sobre el pavimento. En mi
mente todavía se reproducía una música aberrante que acaso proviniera de mi
estancia recluido, las armonías aquellas se debatían entre tintineos de una
clave morse de las esferas. Al ritmo de I
want to believe, no supe más de mí.
—Lo recogieron unos peregrinos que iban a
la Basílica –me informó el agente que se había encargado de pedirme las señas
de mis secuestradores–, estaba usted voladísimo, murmuraba incoherencias, los médicos
encontraron alcohol y chingadera en su sangre, no vamos a proceder, descuide,
también un implante incrustado en su cuello, creemos que para localizarlo de
nuevo cuando quisieran, así se las gastan –le dio un golpe al cigarro, luego
siguió–. Los agarramos todavía en el cerro, no abandonaron la casa, estaban
dormidos, habían consumido demasiado, se me hace que ni cuenta se dieron; les
confiscamos armas, chochos y media tonelada de mota. Ya tenía algún rato que
los buscábamos por tráfico, secuestro, crimen organizado. A usted lo retuvieron
dos días. Hablamos con el director del periódico. Tal vez fuera una venganza
por ciertas publicaciones, ya sabe, aunque a lo mejor lo confundieron, ¿trabaja
en la sección cultural o de crucigramas? –hizo una pausa, expulsó el humo– Neófitos,
después de todo.
El periódico para el que laboro informó esta
mañana que, a los veintiún días de estar en una cárcel de máxima seguridad, los
perpetradores de mi secuestro se han fugado después del pase de lista de las
3:30 am. Nadie los vio salir, según. “Ordenan arraigo domiciliario a las
autoridades del penal por presunta corrupción en este caso.”